sábado, 28 de junio de 2008

HOMOSEXUALIDAD FEMENINA EN GRECIA Y ROMA
















Juan Francisco Martos Montiel - Universidad de Málaga

Comparada con el ingente volumen de publicaciones científicas acumulado en los últimos veinticinco o treinta años sobre el tema general de la mujer y la sexualidad en el mundo antiguo, la bibliografía específica acerca de la homosexualidad femenina en este ámbito de estudios es, sin duda, todavía escasa. Con anterioridad a esas fechas, y quitando algún lejano precedente como el capítulo VI (Sobre las tríbadas) del Manual de erotología clásica de Forberg, publicado en 1824, o el artículo de Kroll (Lesbische Liebel) para la Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft, aparecido justo cien años después, más alguna que otra honrosa excepción, la cuestión del homoerotismo femenino en la Antigüedad ha sido (mal)tratada por los estudiosos básicamente de dos modos.

Uno de estos modos, probablemente el más extendido, encontraba su fundamento en un pudor hipócrita e intransigente que llevaba simplemente a evitar la cuestión o incluso a tratar de ocultarla omitiendo o tergiversando los textos. Recordemos, por no citar más que un par de ejemplos, la larga serie de enmiendas, conjeturas y otras filigranas filológicas soportadas durante todo el siglo XIX y una buena porción del XX por gran parte de los fragmentos de Safo, y especialmente por su conocida Oda a Afrodita (frag. 1), sobre todo por el participio final (ethéloisa) de su penúltima estrofa, único elemento del poema que explicita el género femenino del destinatario del amor de la poetisa:

¿A quién he de persuadir esta vez a sujetarse a tu cariño? - pregunta Afrodita a la poetisa, que le implora ayuda en sus cuitas amorosa - , Safo, ¿quién te agravia?. Porque si te rehuye, pronto te perseguirá, y si no acepta regalos, los dará, y si no te ama, pronto te amará, aunque no quiera ella.

Recordemos también, por citar un ejemplo patrio, el pudoroso escamoteo, en el volumen correspondiente de la edición agustiniana de la Biblioteca de autores cristianos (vol. III, pp. 247 ss., Madrid, 1949), de un inocente párrafo, dentro de una epístola dirigida a una comunidad de mujeres cristianas, en el que el obispo de Hipona aconsejaba a las fieles abstenerse de los torpes juegos de unas con otras en que suelen incurrir las mujeres (Epístolas, 211.14).

El otro modo de acercamiento a la cuestión del homoerotismo femenino en la Antigüedad, relacionado en cierta forma con el primero y extrañamente presente aún en algunos estudios recientes, consiste precisamente en no acercarse en absoluto a la cuestión, sino más bien despacharla de un plumazo alegando la pretendida escasez de fuentes antiguas que tratan de la sexualidad femenina en general y de la homosexualidad en particular. Es cierto que, en comparación con la sexualidad (y la homosexualidad) del varón, la de la mujer cuenta con un número mucho menor de testimonios, la mayoría de ellos, además, escritos y concebidos por y para hombres, y a menudo imprecisos y confusos. Pero una serie de trabajos, aparecidos casi todos, como decíamos, en el último cuarto de siglo, han sabido indagar e interpretar con buen juicio las fuentes antiguas, tanto literarias como iconográficas, para demostrar, entre otras cosas, que, por muy parciales y oscuros que sean los testimonios conservados, no son en absoluto desdeñables ni inútiles para el investigador, y también que, pese a todo, no son tan escasos como a menudo se afirma. Me refiero a trabajos como los de Calame y Gentili, o los de Cantarella, Hallet o Krenkel, y en especial al extenso y documentado estudio de Brooten, por no citar más que unos pocos de los que recogemos en nuestra bibliografía final. El acopio y análisis de fuentes llevado a cabo por estos trabajos, así como la mayoría de sus conclusiones, nos permite tener hoy una visión de lo que fue la homosexualidad femenina en la antigüedad mucho más firme y nítida que la que se tenía hace tan sólo unas décadas.

Hoy sabemos, por ejemplo, o al menos es una opinión mayoritariamente aceptada, que la homosexualidad de Safo se manifiesta con claridad en sus poemas, y que, como demuestran también los partenios de Alcmán (especialmente los frags. 1 y 3) y algunas referencias posteriores, debemos encuadrarla en el contexto de antiguas instituciones femeninas (existentes no sólo en Lesbos, también en Esparta y probablemente en otras zonas) en cuyo seno las relaciones homoeróticas tenían un carácter propedéutico y de iniciación, similar en muchos aspectos al que encontramos en la homosexualidad masculina.

Conocemos también mucho mejor la larga tradición que durante toda la antigüedad y todavía bastante después hacía de Safo una hetera homosexual (una tradición que remonta probablemente a la Atenas del siglo V a. C., donde se representaron ya algunas comedias tituladas con su nombre), y sabemos que la mala fama que tuvieron en general las mujeres de Lesbos se basaba al principio en su promiscuidad sexual (y especialmente en su virtuosismo en el sexo oral: “hacer el lesbio” (lesbiázein) equivalía a lo que nosotros llamamos hoy “hacer el francés”), y sólo luego específicamente en su homosexualidad, en gran medida a resultas de la mala reputación de Safo: de hecho, el adjetivo lesbia siempre tuvo en la Antigüedad el sentido gentilicio, “de Lesbos”, y no el de “lesbiana” (es decir, “homosexual femenina”), sentido que no se documenta hasta el siglo X, en un texto que luego comentaremos.

Se ha avanzado mucho, asímismo, en el análisis del material mitológico, logrando desterrar la idea, sostenida hasta hace relativamente poco por bastantes estudiosos, de que no existían mitos clásicos que se refirieran a relaciones homosexuales femeninas: la realidad es que noticias como las de Calímaco sobre las relaciones de especial afectuosidad entre Ártemis o Atenea y algunas ninfas de su séquito, o determinadas versiones de los mitos de Zeus y Calisto o de Leucipo y Dafne, en las que el travestismo del personaje masculino es el medio empleado para la seducción del personaje femenino, o episodios como el de las Dionisíacas de Nono de Panópolis, cuando Aura, una de las compañeras de Ártemis, acaricia los pechos de la diosa y alaba su belleza, o como la historia ovidiana de los amores de Ifis y Yante, en la que se describe perfectamente la pasión homosexual que abrasa a una de las protagonistas, apuntan más bien en la dirección contraria.

Hemos asistido, en fin, en los últimos años a una exhaustiva recopilación de fuentes y a su estudio y análisis pormenorizado, desde la poesía de Safo, de Aristófanes, de Marcial o Juvenal, desde la prosa de Platón (donde encontramos las primeras menciones totalmente explícitas a la homosexualidad femenina), de Séneca, de Plutarco o de Luciano, pasando por un buen número de textos de magia, onirocrítica, astrología o medicina, hasta los abundantes textos cristianos (entre los cuales, a pesar del rechazo sin paliativos que merece esta práctica sexual, encontramos, paradójicamente, algunos de los testimonios más explícitos).

Y no podemos olvidarnos de las fuentes iconográficas, que cada vez aportan más imágenes interpretadas verosímilmente también como testimonios de la existencia de relaciones homoeróticas entre mujeres en la Antigüedad. Sin ir más lejos, ahí tenemos el importante hallazgo de las pinturas murales sacadas a la luz recientemente en las Termas Suburbanas de Pompeya. En uno de esos frescos, a pesar de su deteriorado estado, puede identificarse aún un grupo erótico formado por cuatro personas desnudas, dos hombres y dos mujeres. El interés de la escena estriba para nosotros en que una de las mujeres, mientras practica la felación a uno de los hombres, está siendo a su vez estimulada oralmente por la otra: se trata, por tanto, de un cunnilingus lésbico, y es además la única representación de esta práctica que, hasta el momento, nos ha legado la Antigüedad. Debemos tener en cuenta, sin embargo, que, aunque la escena no admite objetivamente otras interpretaciones (como es el caso de otra escena de la misma serie de pinturas, que luego veremos), la relación entre las mujeres participantes puede enfocarse desde un punto de vista pornográfico más que homoerótico, pues la finalidad de la escena no parece ser otra que la de excitar la libido del espectador. Sobre esto volveremos más adelante.

Sin embargo, a pesar de todos esos avances en la investigación que venimos exponiendo, y aunque ya nadie pueda poner en duda o tratar de eludir la existencia de prácticas homosexuales femeninas en la Antigüedad, quedan aún algunos puntos oscuros o no lo suficientemente aclarados: cómo fue real y objetivamente la práctica del lesbianismo, cuáles eran sus motivaciones y sus consecuencias sociales, si hubo relaciones homoeróticas estables entre mujeres, si se puede hablar de matrimonios lésbicos, qué papel desempeñaban las iniciaciones, ritos y celebraciones entre las jóvenes en el desarrollo de lazos homoerótcos duraderos, si estas relaciones se establecían entre mujeres de la misma edad o diferente, del mismo nivel socioeconómico y cultural o diferente, etc. A continuación vamos a centrarnos en uno de esos puntos, el de las prácticas sexuales propiamente dichas entre mujeres, y en concreto en la cuestión de la existencia o no de prácticas de coito lésbico artificial.

Según el citado Manual de erotología clásica, las prácticas homosexuales entre mujeres sólo pueden darse bajo la forma del tribadismo. Para Forberg, en efecto, las tríbadas propiamente dichas son “aquellas mujeres cuyo clítoris [–] crece hasta alcanzar un tamaño tan grande que les permite usarlo a modo de verga, tanto para la fornicación como para la pedicación” (pág. 108); este exceso de clítoris, debido, según Forberg, “ya a un capricho de la naturaleza, ya a un uso frecuente”, impide que tales mujeres puedan ser penetradas, de modo que, cuando sienten deseo sexual, apenas pueden satisfacerse de otro modo que no sea comportándose como tríbadas (pág. 118, n. 30).

Algunos de los ejemplos más claros de estas prácticas tribádicas los encuentra Forberg entre los epigramas de Marcial. En uno de ellos, en efecto, se nos presenta a la casta Basa 10, una mujer de cuya honestidad nadie habría osado sospechar, a la que nadie atribuía amante alguno, pues nunca se dejaba ver con hombres y siempre estaba rodeada de mujeres. Pero el poeta descubre la verdad: Basa es homosexual, y mantiene relaciones con sus amigas como si fuera un hombre (fututor). Ante esto, Marcial concluye diciéndole que «has inventado una monstruosidad digna del enigma tebano: que donde no hay hombre, haya adulterio».

Tanto a esta Basa como a la tribas Philaenis mencionada también por Marcial en otros epigramas se le atribuyen actos que implican penetración. En la relación sexual con sus compañeras, Basa suplanta al varón con su prodigiosa Venus y se convierte, como decimos, en el jodedor (fututor); Filénide, por su parte, “tríbada entre las tríbadas” jode (futuis) a su amiga, imsodomiza (pedicat) a chavales (–) y, más rabiosa que un marido empalmado, se cepilla (dolat) once chavalas al día.

La mayoría de los traductores de Marcial suelen entender la expresión prodigiosa Venus referida a un clítoris anormalmente desarrollado, en la línea de la mencionada definición tribádica de Forberg. No obstante, el propio erudito alemán advierte de que no ha habido interpretes, en absoluto desdeñables, que un pasaje tan fácil como éste lo han entendido de forma tan pésima que han imaginado que Basa excitaba las vergüenzas de las otras mujeres con un pene de cuero, un ólisbos o consolador (pág. 130). Sin embargo, a pesar de que Forberg niega vehementemente que éste fuera el caso de Basa y de Filénide, veremos a continuación que la cuestión no está tan clara.

Fijémonos, por ejemplo, en el quinto de los Diálogos de cortesanas de Luciano. Al comienzo, la cortesana Clonario pregunta a su compañera Leena si es cierto el rumor que ha oído acerca de sus relaciones con la lesbia Megila, que la ama “como un hombre”. Leena reconoce que es verdad, pero muestra su vergüenza por lo “anormal” de su relación con una mujer que es, según confiesa, “terriblemente varonil”. Ante esto interviene de nuevo Clonario:

No entiendo qué quieres decir, a menos que se trate de una invertida (hetairístria). Dicen que en Lesbos, en efecto, hay mujeres semejantes, de aspecto viril, que no quieren hacerlo con hombres y, en cambio, tienen trato con mujeres como si fueran hombres.

Luciano describe a continuación las explicaciones que, sobre su condición homosexual, da la lesbia Megila ante las preguntas de Leena, a quien intenta seducir ayudada por su compañera Demonasa:

Primero me besaban como hombres, sin limitarse a juntar sus labios a los míos, sino entreabriendo la boca, y me abrazaban y oprimían mis senos; Demonasa incluso mordía mientras besaba, y yo no podía figurarme qué era aquello. Más tarde Megila, que estaba entrando ya en calor, se quitó de la cabeza la peluca, que llevaba puesta de modo muy aparente y con aspecto natural, y se dejó ver rapada hasta la piel, como los atletas muy viriles, y yo me quedé cortada. “Leenale”, me dijo, “¿has visto alguna vez a un joven tan hermoso?”. “No veo aquí a ningún joven, Megilal?, le respondí. “No me conviertas en hembra”, replicó, “porque yo me llamo Megilo, y llevo mucho tiempo casado con Demonasa, y ella es mi mujer”. Aquello, Clonario, me causó risa, y le dije: “Entonces, ¿tú, Megilo, nos has ocultado que eres un varón, como cuentan de Aquiles cuando se escondió entre las doncellas, y tienes el miembro ese del hombre y haces a Demonasa lo que los hombres?”. “Eso no lo tengo, Leena”, respondió, “pero no lo necesito en absoluto, y vas a ver que tengo relaciones de un modo especial y mucho más grato”. “¿No serás un hermafrodita”, pregunté, “como muchos que dicen que hay, que tienen lo uno y lo otro?” [–] “¡No!, contestó, “yo soy completamente varón”. “Ismenodora”, le dije, “la flautista beocia, en una ocasión en que refería cosas de su tierra, la oí contar que en Tebas una mujer se transformó en hombre, y fue un excelente adivino, creo, de nombre Tiresias. ¿No será, entonces, que a ti te ha ocurrido algo parecido?”. “No, qué va, Leena”, respondió, “yo nací igual que el resto de vosotras, pero mi forma de pensar, mis deseos y todo lo demás son de hombre”. “¿Te basta entonces con tus deseos?” le pregunté. “Entrégate pues, Leena, si no lo crees”, me respondió, “y te darás cuenta de que no me falta nada que tengan los hombres, porque tengo una cosa en lugar de miembro viril. Conque entrégate y lo verás”. Me entregué, Clonario [–]. Y luego, mientras yo la abrazaba como a un hombre, ella hacía, besaba, jadeaba, y me parecía que gozaba en extremo.

La lesbia Megila, pues, no es un travestido, ni un hermafrodita, ni tampoco una de esas raras personas que han experimentado un cambio de sexo por obra divina; ella nació mujer, pero piensa, siente y desea como un hombre. Y para actuar como tal en las relaciones sexuales con las mujeres a las que desea, se sirve de una cosa, (ti) que palía su carencia meramente física y le permite tener una relación, al parecer, plenamente satisfactoria.

Por desgracia, cuando, después de su narración, Clonario pide a Leena que le aclare qué era lo que hacía Megila, de qué modo “actuaba” (epoíei), Leena excusa contar esos detalles, porque son, dice, “cosas sucias” (aischrá).

Nos quedamos, pues, sin conocer detalles más precisos, y se nos plantea aquí, por tanto, con esa cosa de Megila, el mismo problema que en el caso de Basa y su prodigiosa Venus: ¿se trata de un clítoris anormalmente desarrollado, o bien de un pene artificial, como apuntan algunos autores? La verdad es que muchos de los traductores y comentaristas de los pasajes que venimos viendo creen que en ellos se alude a un clítoris de anormales dimensiones, capaz de ejercer como un verdadero pene, en la línea de lo establecido por Forberg. Estaríamos entonces ante casos de megaloclítoris, una variante bien documentada del síndrome de Morris (malformación, normalmente hipertrófica, de los genitales, causante de la mayoría de los casos de hermafroditismo o más bien pseudohermafroditismo). Para muchos tratadistas médicos de la antigüedad, el remedio en tales casos era una expeditiva operación quirúrgica que, según éstos, eliminaba en la paciente el pretendido ardor viril que las llevaba a desear penetrar a otras mujeres. Acudamos, por ejemplo, a Pablo de Egina, un tratadista de medicina del siglo VII que escribió una Enciclopedia del saber médico en la que resumía los trabajos de Galeno y Oribasio. En esta obra, Pablo de Egina constata el hecho de que algunas mujeres tienen un clítoris excesivamente grande, lo que, según él, constituye una vergonzosa indecencia, pues pueden llegar a tener erecciones y a mantener relaciones sexuales como los hombres. El tratamiento preceptivo en estos casos es la clitoridectomía o ablación del clítoris, una aberrante práctica, viva aún entre algunos pueblos africanos y árabes, cuya descripción, a pesar de la fría asepsia con que la expone este autor, no puede dejar de perturbarnos.

Esta relación entre la afección conocida como megalocrítoris, por un lado, y el lesbianismo, por otro, tomó carta de naturaleza en los tratados médicos posteriores y ha llegado como tópico tradicional casi hasta nuestros días. De hecho, en bastantes diccionarios y enciclopedias de finales del XIX y comienzos del XX se sigue definiendo a la tríbada como “Mujer cuyo clítoris está muy desarrollado y que abusa de su sexo”.

Pero, como hemos apuntado, cada vez se va extendiendo más la sospecha de que nos hallamos en realidad ante casos de utilización de instrumentos fálicos para el coito lésbico artificial. Como es sabido, las referencias a falos artificiales (ólisboi) no son escasas en las fuentes antiguas, especialmente en las pinturas vasculares. En efecto, encontramos bastantes imágenes de mujeres que manejan o directamente se masturban con instrumentos fálicos, algunas en grupo (fig. 2 A), otras solas (fig. 3), o que son estimuladas con el ólisbos por un hombre (fig. 4); algunos de estos ólisboi son de doble falo (llamados amphísbainai, como el que vemos colgado en la parte superior derecha de la fig. 4), similares a esos artefactos compuestos por dos falos unidos por su base, de modo que un glande apunta en dirección opuesta a la del otro, y utilizados con frecuencia en los “números lésbicos” de la moderna pornografía, al estar diseñados para ser utilizados simultáneamente por dos mujeres. Estos consoladores dobles sugieren a Pomeroy la idea de que las prostitutas en Atenas recurrían también a diversiones homosexuales, aunque en seguida advierte que tal comportamiento no se debe extender a todas las ciudadanas atenienses: en efecto, de la constatación de que la vida sexual de estas mujeres era poco satisfactoria y las referencias, tanto en el arte como en la literatura, a la masturbación no se puede concluir de forma válida que debieran recurrir a las relaciones homosexuales para calmar su represión. Téngase en cuenta, además, que la mayoría de las escenas eróticas de la ceramografía griega son probablemente fantasías masculinas, más que reflejo de las actividades sexuales preferidas por las mujeres.

Parece razonable, no obstante, pensar que desde muy pronto se asociara la autoestimulación sexual con el lesbianismo, si tenemos en cuenta que el término usual desde época romana para designar a la homosexual femenina, tribás, proviene del verbo tríbein, "frotar, restregar", que a menudo alude a la masturbación. Y es muy probable también que desde muy pronto se asociara con la homosexualidad femenina el uso de instrumentos fálicos no sólo para la autoestimulación, sino también para la práctica del coito artificial entre mujeres, como corroboran algunos textos en los que se alude a artilugios similares al ólisbos, probablemente penes postizos, con los que ciertas mujeres se penetraban mutuamente.

Veamos a este respecto un pasaje de los Amores del Pseudo-Luciano. La obra consiste en una discusión, presentada en forma de diálogo, sobre qué tipo de amor, el heterosexual o el homosexual (por supuesto en su modalidad pederástica), es el mejor para un hombre. En una de sus intervenciones, el corintio Caricles, valedor del amor heterosexual, hace en tono irónico la siguiente argumentación: si los hombres ven convenientes las relaciones con los hombres, ¿por qué las mujeres no van a tener la misma libertad para amarse entre sí? Pero a continuación presenta una terrible imagen de todo lo que de pernicioso y rechazable tiene, en su opinión, la homosexualidad femenina, que le servirá luego para atacar con más fuerza la masculina:

¡Que se sometan al artificio de lascivos instrumentos, misteriosa monstruosidad estéril, y se acueste mujer con mujer como si fuera un hombre!. ¡Que aquel nombre que raramente llega a los oídos ¡él sólo nombrarlo me avergüenza! ¡que la lascivia tribádica se pasee triunfalmente! ¡Que nuestros gineceos imiten a Filénide envileciéndose con amores lésbicos (androgynous érotas)!

Aunque el término tribás está ausente de las fuentes griegas hasta el siglo II d. C., sin embargo la lengua latina, a pesar de que dispuso también del calco semántico frictrix, usó casi siempre el préstamo directo tribas (procedente con toda probabilidad del habla coloquial), cuyas primeras apariciones están documentadas en autores latinos del siglo I. El primero de éstos es Séneca el Viejo, en cuyas Controversias, una especie de manual de oratoria judicial, encontramos el caso de un marido que sorprendió a su esposa con otra mujer y las mató (tribadas deprehendit et occidit). El interés de Séneca por este suceso no es más que el de mostrar a sus lectores la conveniencia de que un rétor evite en sus discursos frases indecorosas, como la que pronunció el sofista griego Híbreas cuando, en su declamación sobre el caso, exponía la actitud del marido burlado, quien dijo: “Yo observé primero al hombre, por si era natural o artificia”, (engegénetai – èprosérraptai) ¿Qué quieren decir estas oscuras palabras? ¿No será que el supuesto adúltero utilizó algún instrumento fálico en su relación homosexual? Así lo entendía Kroll, quien, tras constatar lo inseguro del texto, tradujo la oración condicional griega al latín como utrum penen natura habeat an adsuerit. Si fuera así, podría entenderse que el marido creyó en un primer momento que se trataba de un adúltero, lo mató, cegado por la ira, y luego, quizá sorprendido por su aspecto femenino, comprobó si el pene era natural o no.

Podemos pensar, pues, que tanto la prodigiosa Venus con que Basa penetra a sus amigas, como la “cosa” que tiene la lesbia Megila en lugar de miembro viril, o esos “lascivos instrumentos artificiales, misteriosa monstruosidad estéril” de los que habla el corintio Caricles, pueden ser muy bien algún tipo de artilugios fálicos, probablemente de cuero, como los conocidos ólisboi, que usarían algunas mujeres en sus relaciones homosexuales, de forma similar a esos penes artificiales, utilizados con frecuencia en los “números lésbicos” de la moderna pornografía, que disponen de un sistema de correas que permiten sujetarlos al cuerpo en la zona del pubis (su nombre técnico es “pene con arnés”, aunque a veces puede tratarse también de una pequeña faja con pene incorporado).

Aunque estos testimonios, y otros que veremos en seguida, han sido estudiados, obviamente, por Brooten y otros autores, creo sin embargo que no se ha profundizado lo bastante en este aspecto que acabo de mencionar, suficientemente atestiguado en mi opinión, y además se suele pasar por alto un texto que me parece particularmente revelador. Se trata de un pasaje del sexto Mimiambo de Herodas que confirma de modo indirecto el uso ocasional entre algunas mujeres del ólisbos como pene postizo. Como es sabido, el mimiambo gira en torno a las confidencias de dos amigas respecto a sus gustos sexuales y en concreto respecto a un consolador que una le prestó a la otra; pues bien, la alusión de Corito, una de las protagonistas, a la “suavidad de ensueño” de un par de hermosos ólisboi “cuyas correítas son de lana y no de cuero” no puede significar, en mi opinión, más que los consoladores, al menos los más sofisticados y de mayor calidad, como parecen ser éstos, incorporaban en ocasiones un accesorio indispensable para tales prácticas homosexuales.

Como prueba gráfica de esto último, aparte de las representaciones de ólisboi de doble falo que ya vimos, contamos con el testimonio de una copa ática de finales del siglo VI a. C. (fig. 2 B), estudiada hace pocos años por Kilmer, en la que vemos a una mujer denuda que, apoyada en unos cojines, se inclina hacia delante con las piernas semiflexionadas (posición típica en las representaciones de coito heterosexual a tergo), mientras que otra mujer, de pechos prominentes y pezones erectos, se le acerca por detrás con lo que parece ser un ólisbos ceñido a su pelvis. Más que la imagen de un hermafrodita, como pretende Brooten (pág. 58), creo que aquí es evidente la representación de un inminente coito lésbico con penetración artificial. Es cierto, sin embargo, y así lo ha advertido el propio Kilmer, que esta copa, única en su género por las escenas tanto de su cara A como de su cara B, se ha conservado sólo en ilustraciones como la del Glossarium eroticum de Vorberg, y que Beazley, aunque debía conocerla a través de esta obra, no la incluyó en su conocida recopilación de vasos de figuras rojas con atribución de autor, porque no aceptaba la atribución a Epicteto y quizás también, y sobre todo, por sospechar que se tratase de una falsificación, lo cual, unido al hecho de que actualmente la copa ha desaparecido de la Colección Castellani, en Roma, que la albergó hasta la década de los 40, podría suscitar dudas sobre la validez y autenticidad de este testimonio.

Pero de lo que no cabe dudar es de que existieron prácticas de coito artificial entre mujeres, como corroboran los textos que hemos visto hasta ahora. Y aún hay otros textos, así como otras imágenes, que pueden interpretarse en este sentido y reforzar aún más esta idea. Comencemos por las imágenes. Una de ellas es una pintura al fresco procedente de los baños suburbanos de Pompeya (fig. 5), aunque debemos reconocer que su interpretación es insegura por lo que respecta a la identificación del sexo de una de las dos figuras representadas. En efecto, Jacobelli (o. c., pág. 47) la interpreta como una escena de coito heterosexual (el hombre de pie sobre el suelo y la mujer tumbada en la cama, apoyándose en su codo izquierdo y con su pierna derecha descansando en el hombro izquierdo del hombre) mientras que Clarke (o. c., pág. 227) sugiere, creo que con razón, que “podría ser una escena de coito entre mujeres imitando una postura heterosexual bien conocida” y que “es probable que los antiguos romanos que vieran la imagen asumirían inmediatamente que la mujer que está en pie llevaría un consolador sujeto con correas a sus partes genitales”.

Detengámonos también en una curiosa imagen que nos ofrece un kylix ático de figuras rojas procedente de Corinto y datado a finales del siglo V a. C. (fig. 6). En ella vemos a Dioniso que, vestido sólo con una túnica que le cubre las piernas y el sexo y tocado con una especie de diadema, está sentado cómodamente en una silla con respaldo, en el que apoya su brazo izquierdo, y empuña el tirso en su mano derecha; frente a él, de pie, en gesto de danza (según sugieren la posición de los pies, el gesto de las manos y dedos y el escorzo hacia atrás del tronco), una mujer que viste el taparrabo típico en las representaciones cómicas de sátiros, con falo y cola equina. La imagen, interpretada como una adoradora de Dioniso que ejecuta una danza ritual ante el dios, confirma la existencia de elementos de travestismo en los rituales dionisíacos. Pero, que sepamos, las interpretaciones no se han detenido en dilucidar la significación sexual que puede tener el falo postizo; todo lo más, se ha dicho, aunque de forma poco explícita, que, en el ámbito de los misterios de Dioniso, en los que «relaciones extrañas se establecen entre los sexos y subvierten las normas de la ciudad», el falo postizo de la danzarina «no deja de suscitar otras cuestiones». En mi opinión, entre esas “otras cuestiones” estaría el hecho de que tal prenda fálica podía usarse perfectamente para el coito lésbico artificial.

Volvamos ahora a los textos, pero no sin hacer antes una pequeña reflexión sobre su naturaleza. Es cierto que la mayoría de los textos que hemos visto hasta ahora son abiertamente misóginos, y que en ellos, quizá buscando un elemento de fácil comicidad, casi de caricatura, como vemos en Marcial, se exagera bastante una práctica cuyo proceso efectivo debió de ser ampliamente ignorado. Las descripciones nunca son precisas, y esa falta de claridad podría deberse, tanto o más que a la intención del autor de no herir la sensibilidad de sus lectores, a un verdadero desconocimiento del detalle de tales prácticas. Con toda probabilidad, en este tema se vieron plasmadas las fantasías sexuales del varón y, sobre todo, los prejuicios machistas que asociaban necesariamente el goce de la mujer con el falo.

En efecto, aunque en los siglos arcaicos pudiera haber sido de otra manera, en la imaginación de griegos y romanos de época imperial la homosexualidad femenina no podía concebirse más que como “el intento de una mujer de sustituir a un hombre”, y “de otra mujer de obtener de la relación homosexual, de modo completamente antinatural, el placer que sólo los hombres podían proporcionar”. Sin embargo, aun siendo ciertas, como digo, todas estas consideraciones, objetivamente no podemos descartar, a la vista de los numerosos testimonios tanto textuales como iconográficos, la existencia efectiva de tales prácticas con instrumentos fálicos entre mujeres, sobre todo en los primeros siglos de nuestra era, aunque sin generalizar, desde luego, su posible uso a todas y cada una de las relaciones de homofilia femenina, sino centrándolo sobre todo en el ámbito del libre amor ejercido por algunas cortesanas y prostitutas.

Como decíamos, podemos encontrar otros textos en los que, con mayor o menor claridad, parece aludirse a tales prácticas de coito lésbico artificial. Veamos, por ejemplo, la conocida clasificación de los sueños eróticos de Artemidoro de Éfeso (Onirocrítica I 78- 16 80), que divide los actos sexuales (synousías) en:

1) según la naturaleza, la ley y la costumbre, donde incluirá la homosexualidad masculina;
2) contra la ley.
3) contra natura.

En esta última categoría, Artemidoro incluye el lesbianismo, pero, como es habitual en los textos que venimos analizando, visto desde la óptica masculina, siempre con penetración (la relación sexual entre dos mujeres es descrita con el verbo peraíno, usado en su sentido de "traspasar, penetrar" y con claros tintes negativos (soñar con ello tiene invariablemente consecuencias desagradables).

Veamos otro texto que puede interpretarse en el sentido que estamos investigando. Pertenece a Celio Aureliano, médico y escritor romano del siglo V, traductor y divulgador de la obra principal del famoso médico griego del siglo II Sorano de Éfeso: el tratado Sobre las enfermedades agudas y crónicas. La compilación de Celio Aureliano dedica un capítulo (titulado De mollibus sive subactis, quos Graeci malthacos vocant) a tratar las características y etiología de la homosexualidad masculina, ofreciendo de paso una breve fenomenología de la actividad lésbica. La alusión a la homosexualidad femenina constituye en realidad una comparación, un ejemplo para mostrar que tal afección es propia de una mente perversa y depravada (malignae ac foedissimae mentis passio). En efecto, este autor encuentra la causa de la homosexualidad, tanto masculina como femenina, en una perturbación de las facultades mentales originada por un defecto congénito (la mezcla inadecuada del esperma del varón y el óvulo femenino) o bien por una enfermedad heredada. En las mujeres que la padecen (las mujeres llamadas tríbadas, porque practican ambos tipos de amor), la enfermedad se manifiesta en que corren a unirse con mujeres antes que con hombres, y las persiguen con concupiscencia casi masculina (invidentia paene virili); y aunque hayan abandonado su pasión o estén temporalmente aliviadas, [–] como alteradas por una ebriedad perenne, se precipitan hacia nuevas formas de placer y, alimentadas por esa torpe costumbre, gozan con los desafueros de su sexo.

La edición de Amman (Amsterdam, 1755, pág. 544) lee pene virili, lectura que, aunque con menor fuerza desde el punto de vista sintáctico y estilístico, es no obstante de sentido perfectamente admisible, a la vista del buen número de testimonios que apuntan al uso de instrumentos fálicos entre lesbianas, según venimos viendo. De hecho, así lo entiende también Dalla, quien traduce la expresión como “provistas de un órgano viril”.

Veamos ahora otro texto al que ya aludimos antes y que, a su importancia como nuevo apoyo de nuestra tesis, añade la de ser el primero donde el gentilicio lesbia aparece usado en el sentido de homosexual femenina, tal como se entiende en la actualidad. Se trata de una nota escrita por el filólogo bizantino Aretas (del siglo IX-X) en su propia copia del Pedagogo de Clemente de Alejandría: en un pasaje en que el teólogo se lamenta de la perversión a que han llevado a sus contemporáneos el exceso y la relajación en las costumbres, junto a la frase “los hombres se dejan hacer lo de las mujeres y las mujeres se comportan como hombres (andrízontai), dejándose poseer (gamoúmenai) contra natura y poseyendo (gamoûsai) a mujeres, Aretas escribe al margen que Clemente “se refiere a las infames tríbadas, a las que llaman también invertidas y lesbianas” (hetairistrías kaì lesbías).

El sentido del verbo gamô, y más teniendo como complemento a mujeres (gunaîkas), es, creo, evidente: se alude al coito lésbico, presumiblemente artificial, en la línea de los textos anteriormente analizados.

De entre el número no pequeño de otros textos en los que podría verse una alusión a prácticas de coito lésbico artificial, procedentes en su mayoría de diversos tratados astrológicos, vamos a fijarnos, para terminar, en un texto de Séneca que puede conectarse con uno de los epigramas de Marcial que veíamos al comienzo de este artículo (VII 67: pedicat pueros tribas Philaenis) y alumbrar así un aspecto colateral de la cuestión: el de la mujer como sujeto de la pedicación. En efecto, al constatar este autor en una de sus cartas que las mujeres de su época tienen enfermedades que antes no tenían, lo atribuye a que han igualado a los hombres en libertinaje, y, por tanto, también en enfermedades corporales. Las mujeres de ahora, dice, trasnochan, beben y se emborrachan; incluso en el sexo han trastocado los papeles:

Ni siquiera en el deseo sexual les van a la zaga a los machos: destinadas por naturaleza a la pasividad del acto, han discurrido (¡maldíganlas los dioses y las diosas!) una forma tan perversa de desvergüenza que son ellas las que montan a los hombres (viros ineunt) .

Forberg es meridianamente claro al comentar este pasaje: según él, Séneca se refiere a que “las tríbadas pueden dar por el culo”. No obstante, algunos autores han tratado de enmendar el texto o bien han entendido que Séneca se refería a que las mujeres fomentaban las perversiones sexuales al introducir variantes en las posturas del coito, en concreto la de la mujer sentada a horcajadas sobre el hombre tumbado, postura conocida en la Antigüedad como la Venus pendula. Pero creo que la irritación de Séneca no sería tanta si se tratara sólo de esto, pues esa postura no era ni mucho menos novedosa, obviamente, y numerosos autores, anteriores o posteriores a Séneca, aluden a ella sin mayores críticas o en todo caso con ironía o en tono de burla.

Debemos poner ya punto final a nuestro trabajo. Espero que, a pesar de la dispersión de los testimonios que hemos comentado y de lo oscuro e inseguro de algunos de ellos, hayamos conseguido nuestro objetivo: demostrar que existieron en la antigüedad prácticas de coito lésbico artificial; quizá no haya ningún testimonio concluyente por sí solo, pero si se toman en conjunto creo que la hipótesis puede sostenerse de manera convincente. Aunque no debemos desesperar de encontrar pruebas concluyentes: tampoco había imágenes de cunnilingus lésbico (testimoniado solamente por algún epigrama de Marcial y poco más), y hace pocos años los trabajos en las termas suburbanas de Pompeya sacaron a la luz un testimonio irrefutable, como hemos visto. La verdad es que, por lo que sé, las primeras representaciones de coito lésbico artificial no se encuentran hasta finales del siglo XVIII, en algunos grabados de novelas eróticas francesas. En cuanto a textos, el primero totalmente explícito que conozco a este respecto lo contiene el penitencial de Burchard de Worms, de principios del siglo XI. Este penitencial, conocido como Decretum y que tuvo una gran difusión en su época, no es un epigrama picante o un diálogo divertido, por supuesto, sino una obra fría y calculada que no se enreda con perífrasis; el obispo de Worms utiliza las palabras justas y va directamente al grano, distinguiendo entre la autoestimulación con instrumentos fálicos, el coito lésbico artificial, y la estimulación por fricción entre ambos sexos:

¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer, has fabricado algún aparato o artilugio a modo de miembro viril a tu medida, lo has atado con algunas ligaduras en tus partes pudendas o en las de una compañera y has fornicado con otras mujerzuelas u otras contigo, con el mismo instrumento o con otro? Si lo has hecho, cumplirás penitencia todas las fiestas de guardar durante cinco años.
¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer, has utilizado el antedicho aparato o algún otro artilugio para fornicar contigo misma a solas? Si lo has hecho, cumplirás penitencia todas las fiestas de guardar durante un año.
¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer, que, cuando quieren apagar el deseo que las atormenta, se juntan como si pudieran y debieran unirse, y juntan ambas sus sexos y frotándose así la una con la otra desean apagar su ardor? Si lo has hecho, debes cumplir penitencia todas las fiestas de guardar durante cuatro meses.

En la Antigüedad, sin embargo, ningún texto es tan explícito, como hemos visto. Es más, en numerosas ocasiones la referencia al lesbianismo viene rodeada de un halo de misterio, de prodigio. Recuérdese, por ejemplo, el Thebano aenigmate con el que compara Marcial, I 90.9, la relación lésbica de Basa con sus compañeras, o aquella “misteriosa montruosidad estéril” (aspóron terástion aínigma) a la que se refiere el Pseudo-Luciano, o la calificación de antinatural y prodigiosa que le merece a Ovidio la pasión de Ifis por Yante. Como subraya Citroni (o. c., págs. 281-282), “la condición de monstrum que tenía la relación lésbica, a diferencia de la pederástica, no se debía sólo a su menor difusión (ligada naturalmente a la diferente posición social de la mujer) sino también al hecho de que parecían inexplicables (o en cualquier caso contrarios a la naturaleza) los modos en que esta relación podía realizarse”. Uno de esos modos debió ser, sin duda, el empleo de artilugios fálicos, probablemente de cuero, como los conocidos ólisboi o consoladores, que usarían algunas mujeres en sus relaciones homosexuales, de forma similar a esos penes postizos, ajustables a la cintura mediante correas, que podemos ver hoy día en cualquier sex shop.


BIBLIOGRAFÍA SELECTA

(las abreviaturas en los nombres de revistas son las de L™Année Philologique)

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1 - Sobre el tema general de la mujer y la sexualidad en el mundo antiguo, el repertorio bibliográfico más completo que conozco es el ofrecido por las rúbricas correspondientes del Gnomon Bibliographische Datenbank (la versión electrónica, obra de J. Malitz, del banco de datos de la prestigiosa revista Gnomon, desde 1925 hasta la actualidad; aparte de la versión en CD, existe otra más reducida que se puede consultar gratuitamente en internet: http://gnomon.ku-eichstaett.de/Gnomon/Gnomon.html), donde pueden encontrarse centenares de referencias con una clasificación temática bastante detallada. Respecto al tema específico que aquí nos ocupa, al final de este artículo hallará el lector una breve selección bibliográfica. A ella remitimos para las obras cuyas referencias completas no demos en el texto o en la nota correspondiente.

2 - Por ejemplo en A. Dierichs, Erotik in der Kunst Griechenlands, Mainz, 1993, quien omite toda referencia a la homosexualidad femenina basándose en la idea de que las fuentes antiguas que tratan de la sexualidad de la mujer en general ieson extremadamente reducidasle (pág. 94).

3 - Véanse, por ejemplo, Plutarco, Licurgo, 18.9: i8Tan bien considerado estaba el amor entre ellos (i. e., los habitantes de Esparta) que hasta las mujeres distinguidas y respetables amaban a las muchachasls; Ateneo, Banquete de los eruditos, 13.602e, quien incide, aunque de manera algo más ambigua, en la misma idea; o también Máximo de Tiro, quien en uno de sus Discursos (XVIII 9) compara la pedagogía erótica de Safo con la de Sócrates.

4 - Cf. las páginas 37-43 de nuestro libro de 1996, citado en la bibliografía final. En general, sobre sexo oral en la Antigüedad clásica son fundamentales los artículos de Werner A. Krenkel, irFellatio and irrumatioll, WZRostock, 29.5 (1980) 77-88, y i7Tonguingld, WZRostock, 30.5 (1981) 37-54.

5 - Las referencias de los pasajes aludidos son, respectivamente, las siguientes: Calímaco, Himnos, 3.184 ss. Y 5.57 ss. Eratóstenes, Catasterismos, 1; Higino, Astronomica, 2.1; Partenio de Nicia, Sufrimientos de amor, 15; Pausanias, Descripción de Grecia, VIII 20.2-4. Nono de Panópolis, Dionisíacas, 48.349 ss. Ovidio, Metamorfosis, 9.666 ss.

6 - En este sentido, el estudio general más completo y documentado es hoy por hoy el de Brooten, a pesar de algunas críticas puntuales que se le puedan hacer, entre ellas precisamente la de pasar por alto algunos testimonios interesantes: puede verse nuestra reseña en Tempus, citada también en la bibliografía final.

7 - Se trata de Leyes, 636c: i3machos con machos y hembras con hembrasl., y sobre todo del conocido pasaje de Banquete, 191e: i9(Las hetairístriai [término que literalmente sería algo así como “putonas”, aunque en los pocos casos en que aparece documentado se emplea siempre con el termino moderno de “lesbianas” , no prestan mucha atención a los hombres, sino que se inclinan mas bien por mujeres.

9 - Sobre este tema ha arrojado bastante luz el reciente artículo de Cameron citado en la bibliografía final.

10 - Marcial, Epigramas, I 90: i0Como nunca te veía, Basa, junto a los tíos y como ningún chismorreo te atribuía un querido, sino que a tu alrededor siempre estaba a tu completo servicio una cuadrilla de tu propio sexo, me parecía que eras, lo confieso, una Lucrecia. Pero tú, Basa, ¡horror!, eras el follador. Te atreves a acoplar dos coños idénticos y tu ¿prodigioso clítoris? (prodigiosa Venus) simula al hombre. Has inventado una monstruosidad digna del enigma tebano: allí donde no hay hombre, que haya adulteriold. Salvo ligeras modificaciones, las traducciones de los epigramas de Marcial son las de A. Ramírez de Verger y J. Fernández Valverde para la Biblioteca Clásica Gredos (vols. 236-7, Madrid, 1997).

11 - Cf. Marcial, Epigramas, VII 67 (iISodomiza a chavales la tríbada Filénide, y más rabiosa que un marido empalmado se cepilla a once chavalas al día. También juega arremangada a la pelota y se pone amarilla de arena, y levanta con brazo ágil pesadas halteras para atletas, y embarrada de la hedionda palestra se somete a los golpes del untoso entrenador; y no come ni se tumba antes de vomitar siete chatos de vino, a los que piensa que puede volver cuando se ha comido dieciséis albóndigas. Después de todo esto, cuando se pone cachonda, no la mama Œesto le parece poco virilŒ sino que devora con ansia la entrepierna de las chavalas. ¡Que los dioses te den, Filénide, la mentalidad que te corresponde, a ti que crees viril lamer un coño!lp) y VII 70 (iIFilénide, tríbada de las propias tríbadas, con razón, a la que te follas, la llamas amiga.ls). Este último epigrama juega con el doble sentido (amiga, amante) de la palabra amica.

12 - Cf., por ejemplo, G. Vorberg, Glossarium eroticum, Stuttgart, 1928, pág. 654, en el caso de Megila, y, en el caso de Basa y de Filénide, M. Citroni en su comentario al libro I de los Epigramas de Marcial (Florencia, 1975, pág. 284), o H. D. Jocelyn, ioDifficulties in Martial, book Ilo, Papers of the Liverpool Latin Seminar, 3 (1981) 277-284, en pp. 280-281.

13 - Pablo de Egina, Enciclopedia del saber médico, VI 70 (perì nymphotomías): “Algunas mujeres tienen el clítoris tan grande que resulta de una indecencia vergonzosa. Según refieren ciertos tratadistas, algunas tienen erecciones como los hombres y sienten deseos de copular. En tales casos, colocada la mujer boca arriba, sujétese con la pinza la parte sobrante del clítoris y córtese con el escalpelo, procurando extirparlo de raíz para que no se produzca hemorragial,. Es mucho más detallada la descripción conservada por Aecio, médico del siglo VI d. C. que escribió un compendio de las obras de Oribasio, Galeno, Sorano y otros médicos de renombre, aunque en el pasaje (XVI 115.3-8), extractado del médico del s. II Filúmeno, no se hace ninguna alusión a la homosexualidad: tras describir la naturaleza y localización del clítoris, se dice que en algunas mujeres crece en exceso, lo que constituye una indecencia y una vergüenza (como dirá también Pablo de Egina), y que esta anomalía genital, con el roce continuo de la ropa, produce excitación y despierta el apetito sexual, por lo que los egipcios acostumbran a extirparlo a las muchachas justo antes de entregarlas en matrimonio; el resto del capítulo explica con detalle el desarrollo de la intervención quirúrica.

14 - Para los testimonios, tanto literarios como vasculares, sobre el uso del ólisbos en la Grecia antigua, pueden verse Werner A. Krenkel, irMasturbation in der Antikelr, WZRostock, 28.3 (1979) 159-178, St. Santelia, iuDa Sofrone a Eronda: tradizione di un motivo letterariol., CL, 5 (1989) 73-78, J. Henderson, The Maculate Muse, Nueva York-Oxford, 1991 2 , págs. 221-222, Eva C. Keuls, The Reign of the Phallus, Berkeley-

15 - Sara B. Pomeroy, Diosas, rameras, esposas y esclavas. Mujeres en la antigüedad clásica, trad. española, Madrid, 1987 (ed. inglesa original: Nueva York, 1975), págs. 106-107.

16 - Vid. referencias en Henderson, o. c., pág. 176, y J. N. Adams, The Latin sexual vocabulary, Baltimore, 1982, pág. 183. Cf. el calco latino frictrix, muy poco usado frente al prestamo tribas, y también la explicación etimológica que ofrece Aretas (sch. ad Luciano, Diálogos de cortesanas, 5.2) del término griego tribádas: “quizás por el hecho de que se masturban mutuamentel. (aischrôs allé !lais syntríbesthai). El testimonio del léxico Suda, s. v. ólisbos, es igualmente claro respecto a la asociación de las homosexuales con estos artefactos: Pene de cuero que usaban las mujeres de Mileto, como tríbadas y rameras; lo usaban también las viudas.

17 - Pseudo-Luciano, Amores, 28. Aunque el término griego andrógynos se refiere normalmente a hombres con el sentido de ieafeminado, maricaln, también puede tener el significado de “lésbico”, según nuestra traducción, si va referido, como aquí, a amores femeninos, o el de ielesbianal,, cuando se aplica directamente a una mujer (cf. Artemidoro, Onirocrítica, II 12: gynaîka andrógynon).

18 - Aunque ya Marcial, XI 29, 8, utiliza el verbo fricare en sentido obsceno, la primera aparición de frictrix no se documenta hasta Tertuliano, De resurrectione carnis, 16, y De pallio, 4.

19 - Séneca el Viejo, Controversias, I 2.23: i.Híbreas (–), cuando pronunciaba su alegato sobre aquél que sorprendió a unas tríbadas y las mató, comenzó por describir los sentimientos del marido, algo en lo que no se debería exponer una averiguación tan indecorosa: «Yo miré primero al hombre, para ver si era natural o artificial»l..

20 Herodas, Mimiambos, VI 67-72: i7La verdad es que a mí, al verlos (porque vino con dos, Metró), se me saltaban los ojos de ganas; a los hombres (aprovechando que estamos solas las dos) no se les pone tan tiesa la pilila. Y no sólo eso: una suavidad de ensueño, correítas de lana y no de cuero–la. La misma interpretación sostienen G. Koch-Harnack, Erotische Symbole. Lotosblüte und gemeinsamer Mantel auf antiken Vasen, Berlín, 1989, pág. 133, y A. Rist, iiThat Herodean diptich againlh, CQ, 43 (1993) 440-444. 21 Martin F. Kilmer, o. c., pág. 30 y fig. R141.3, B.

21. -Martin F. Kilmer, o.c., Pág 30 y Fig. R141.3, B.

22 - G. Vorberg, o. c., pág. 409.

23 - J. D. Beazley, Attic Red-Figure Vase-Painters, Oxford, 1963 2 ; tampoco la incluyó en sus Paralipomena,
Oxford, 1971 2 .

24 - Martin F. Kilmer, o.c., pág. 29. Sin embargo en la página citada del Glosarium de Volberg solo aparece la cara A de la copa en cuestión y Kilmer nada dice al respecto de la cara B; de hecho, de esta cara B sólo tenemos el breve comentario de Kilmer y su ilustración, pero ninguna otra referencia, lo cual la hace aún mas sospechosa. En un principio, yo pensé que la explicación de esta “imagen fantasma” estaría en que Kilmer habría citado el libro de Vorberg refiriéndose no a la reimpresión publicada en Roma en 1965, que es la que yo manejaba, sino a la reimpresión hecha en Hanau en el mismo año, que tiene, según Kilmer, “sustanciales diferencias en las ilustraciones”. Sin embargo, tras haber examinado con detenimiento la reimpresión de Hanau, no he encontrado por ningún lado reproducción alguna de esa cara B, por lo que pienso que la única posibilidad es que el dibujo completo apareciera en la edición original de la obra de Vorberg (1932) y fuera luego parcialmente suprimido en ambas reediciones.

25 - Cf. A. Kossatz-Deißmann, ioZur Herkunft des Perizoma im Satyrspiellß, JDAI, 97 (1982) 65-90, especialmente pp. 84-88, quien cita otra escena similar en un fragmento de vaso hallado en Mileto y aporta abundante bibliografía; véase también el comentario de Eva C. Keuls, o. c., pág. 392.

26 C. Bérard - C. Bron, irLe jeu du satyrelr, en el vol. colectivo La cité des images. Religion et société en Grèce antique, Lausana, 1984, pp. 127-146, en pp. 139-41.

27 - E. Cantarella, pág. 220; cf. G. Pastre, pág. 19, citada también en nuestra bibliografía final.

28 - John J. Winkler, The constrains of desire. The anthropology of sex and gender in ancient Greece, Nueva York-Londres, 1990, págs. 8 y 39, piensa que en esta referencia de Artemidoro no puede hablarse de lesbianismo stricto sensu, dado su falocentrismo: ialas relaciones sexuales entre mujeres están prácticamente desprovistas de significado en la clasificación de Artemidoroló, y su formulación en palabras sólo es factible usando el lenguaje de la actividad masculina.

29 - En un libro egipcio de onirocrítica para mujeres se dice también que, si una mujer sueña que tiene relaciones con otra, acabará mal: cf. L. Manniche, Sexual Life in Ancient Egypt, Londres, 1987, pág. 22.

30 - D. Dalla, Ubi Venus mutatur. Omosessualità e diritto nel mondo romano, Milán, 1987, pág. 216, n. 7.

31 - Clemente de Alejandría, Pedagogo, III 3.21, 3: i:La molicie lo ha trastornado todo. El exceso de vida regalada ha deshonrado al género humano: todo lo busca, todo lo violenta, confunde la naturaleza, los hombres se dejan hacer lo de las mujeres y las mujeres se comportan como hombres contra natura dejándose poseer y poseyendo a mujeres.

32 - Por ejemplo Fírmico Materno, Mathesis, VII 25.1; Ptolomeo, Tetrabiblos, III 15.8-9; Vecio Valente, 73.8-10; Pseudo Manetón, I (V) 31-33 y IV 358.

33 - Séneca, Epístolas, 95.21. En sentido obsceno, el verbo inire significa iipenetrarl. o iicopularll, pero su utilización en el lenguaje ganadero para referirse a los animales le da el matiz irónico y despectivo de i˜æmontarle, iacubrirlo: cf. E. Montero Cartelle, El latín erótico. Aspectos léxicos y literarios, Sevilla, 1991, pág. 126, n. 3. Obsérvese, por otra parte, que Séneca utiliza aquí para referirse a la nueva perversión ideada por la corrupción femenina la misma forma verbal (commentae) que empleará Marcial, I 90, para referirse a la enigmática relación de la tríbada Basa con sus compañeras (commenta): cf. M. Citroni, o. c., pág. 284.

34 - Burchard de Worms, Decretum, XIX 5 (= Migne, Patrologia Latina, vol. 140, 971D-972B).

35 - Véase también, por citar otro ejemplo al que no nos hemos referido anteriormente, la expresión méga thaúma (¡gran prodigio!, ¡gran maravilla!), con que se refiere el Pseudo Manetón, I (V) 32, a la homosexualidad femenina.

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